sábado, 22 de septiembre de 2012


No me enojó que no viniera. Sí el silencio. Lo mínimo que esperaba era una llamada. Por vergüenza o vaya a saber qué cosa, no se animó a decirme la verdad y prefirió dejarme esperando. Francamente con quien estoy mucho más furiosa es conmigo misma. Cometí un error. Me contagié de su impulso, me cegué y me dejé llevar...
Aunque me cueste admitirlo, en realidad, sabía desde un principio que esto iba a suceder; también estoy plenamente segura de que no lo hizo a propósito, y que debió haber intentado caminar, con mucho sacrificio, algunas de las nueve cuadras que en ese momento nos distanciaban, porque, ayer a la noche, cuando hablamos, demostró que tenía verdaderas intenciones de verme, y hoy al mediodía, cuando recibí un contingente indefinido de mensajes, llenos de entusiasmo y de energía, también sentí una sensación similar. 
Pero fue así, simplemente, no pudo lidiar con su problema. 
De la variedad infinita de plazas, bares, y lugares turísticos que colman y embellecen la ciudad, combinamos encontrarnos en la Plaza de Flores por un solo motivo: el impedimento de Nicolás. Si bien su departamento está ubicado a una distancia considerable, él me aseguró y reafirmó, con total franqueza, que creía que iba a poder llegar sin inconvenientes al lugar del encuentro.
Salí de casa con antelación, y con unas cuantas cargadas infantiles de parte de mi mejor amigo y de su novia. Mi reencuentro con el 53 fue excepcional; extrañamente me recibió con un asiento libre y sin acompañantes molestos. Durante el trayecto sentí nervios y contracciones, pero los reconocí enseguida: sabía que eran los nervios típicos de la primera salida.   
Encontré la plaza en su apogeo: estaba atestada de bicicletas, pelotas y chiquilines que le maullaban, a sus mamás y a sus papás, que les compraran copos azucarados, pirulines, y globos amorfos, impresos con las caras de unos temibles dibujos japoneses.
Me ubiqué en un banco de piedra rasposo ubicado en el centro de la plaza de Flores, casi al lado de la fuente, como habíamos acordado, y los minutos comenzaron a correr.  
A la media hora, el sol se había escondido. Mis nalgas estaban momificadas y adormecidas, por culpa de la quietud y el gélido viento que comenzó a impactar de forma inmediata y pareja por todos los frentes.
Ni hablar de la inesperada compañía... como tenía hambre me dejé seducir por el olor a caramelo derretido y terminé comprándole una manzana con pochoclos a un vendedor ambulante. Lo que pasó después fue terrible: me vi acorralada por unas roñosas palomas tornasoladas y vacunas, que exigían, sobrevolándome por encima de la cabeza con sus picos demenciales, que les convidara el maíz inflado con el que estaba rebozada. Me sentía la protagonista de Los Pájaros. Ya había deglutido casi la mitad, cuando una paloma mugrienta abrió las alas preparándose para impactar de lleno en mi confitura. Me asusté, y no me quedó otra alternativa: se la revoleé. La manzana rodó en el piso y la paloma cayó seca con el pico apuntando al cielo. Se me rompió el corazón.  Una pareja me azotó con la mirada; veía en sus ojos de dirigentes de Greenpeace, que me juzgaban como la peor criminal. Estaba por soltar la primera lágrima, cuando milagrosamente, la paloma, logró enderezarse algo atontada, para continuar atacando a la manzana caída. 
Tuve que pasar otros veinte minutos sola, sin manzana, sin Nicolás y con un intento de asesinato en mi historial, para animarme a localizarlo. Atendió su contestador; tenía el teléfono apagado. Esa señal fue clave. Formateé mi cuerpo y, con los cachetes pegoteados, y la ropa adornada con variopintas plumas de palomas saqueadoras y otras de paloma resucitada, volví con la cabeza gacha a la parada.
Llegué a casa dispuesta a auto flagelarme con los mensajes de mi casilla privada. Había uno reciente. Estaba sombreado y podía leer claramente el nombre y apellido de Nicolás. Me abalancé sobre el ratón para triturarlo con el dedo índice insistente, y encontré la línea más tacaña que pude leer en mi vida:
                                              “Fer, volví. No pude”.
Parpadeé repetidas veces comprobando que mis ojos enfocaran correctamente. O, quizás, muy adentro deseaba que las palabras se multiplicaran mágicamente en ese fondo pálido. Nada pasó. Seguían igual. Eran cuatro palabras de porquería, vacías, que no contenían ni una simple disculpa. Echaba espuma por la boca. 
Más tarde, repasando el mensaje mentalmente, comprendí que detrás de aquella frase mezquina se escondía una gran verdad: en esta etapa de su vida, Nicolás, no sólo no estaba preparado para salir de su casa, tampoco está preparado para nada más.
Me dolió en el alma, pero no le contesté.


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