domingo, 24 de junio de 2012


Me había prometido no aceptar más ningún acting barato de novela de las dos de la tarde, pero se fue y me dejó la cabeza abollada por un combo de reproches y culpas. 
Con la excusa de traerme unas macetas de plástico y algunos tuppers con comida elaborada, mi mamá se auto invitó para, en realidad, preguntarme qué había pasado con Olga. Hacía mucho que no nos veíamos y sinceramente la extrañaba, así que, me daba igual si solamente venía a lookear mis tristes plantas catatónicas con los monstruosos recipientes de diseño que trajo.
Llegó y le serví el té. Sin preámbulos me confesó que el viernes a la noche, Olga, la llamó llorando por teléfono y se autodespidió. En definitiva, mi mamá, quería saber qué le había hecho. 
Con toda la paz del mundo le conté lo sucedido con Capitán; pero cuando terminó defendiendo a Olga, diciendo que lo mejor que nos podía haber pasado era que el  “perro roñoso con olor a Riachuelo” se extraviara, tuve ganas de destapar la tetera y baldearle con agua hirviendo su brushing de domingo. 
Después de revolver delicadamente su té, formuló una solución: quería que llamara a Olga y me disculpara. Estoy segura que en el microsegundo que me distraje mi mamá se roció la cara con un spray con agua. No podía ser que, por semejante estupidez, tuviera los ojos tan lloviznosos. Como me negué, automáticamente, se transformó en un lobo feroz y me sopló en la cara un discurso chorreado de veneno: yo era una desagradecida, porque me había cedido de buena voluntad a Olga para que me ayudara. Me gritó a los cuatro mil vientos que la única que resultó perjudicada era ella, porque había programado una cena para el martes a la noche, y que la que se estaba ocupando de todos los preparativos era su empleada. 
Pero lo peor fue cuando me dijo que me dejara de joder con el temita de la fobia y "la victimización", porque ya “sabían todos”, que solamente son excusas para no ir a trabajar y también, para darle culpa al santo de Martincito. La dejé gritando sola.