miércoles, 1 de agosto de 2012


Me desperté sobresaltada. Lo había esperado con una tarta de jamón y queso, y una sopa crema de pollo que estuve a punto de volcar por la ventana de mi cuarto hasta el patio interno de Fernando y Andrea, los "Antis" del 1° "A". Actuó como un irresponsable. Estuvo con el celular apagado desde que salió de la entrevista y jamás llegó mientras duré despierta. Me había dormido a las 2:30 am, preocupada y ansiosa por saber cómo le había ido. Por eso, salí de la cama con un salto, e instintivamente fui a comprobar si había vuelto. No tuve ningún pudor en abrir la puerta de su habitación de un tirón. Creo que en el fondo, antes de presenciar una fotografía tan triste, hubiese preferido encontrarme con una enredadera de cuerpos desnudos. Lo primero que noté fue que el cuarto estaba totalmente en penumbras. Lo segundo fue que la persiana caía baja y en diagonal. Para lo tercero no tuve que hacer ningún tipo de esfuerzo, porque el olor me invadió sin pedir permiso. La última vez que aspiré algo tan podrido y penetrante, fue cuando tenía veintitrés años, y viajaba en el colectivo de la línea 126 para llegar a casa: un amigo de ese entonces había soltado, abajo de su asiento y luego en el pasillo, dos panchos con papas pay regados con dos litros de fernet, medio litro de vodka con melón y cuatro shots de mezcal. 
Antes de tener un plano general de la tétrica escena tuve que esforzarme, para esquivar las tres torres con libros que lo mantenían oculto como un refugiado en su fortín. Y se dejó ver: estaba tumbado en la cama abrazando a mi palangana verde loro. La palangana tenía una bombacha y dos pares de media. Todo flotaba gracias a la porquería que había largado. La comparación con una gran ensalada de frutas me asqueó y tuve que salir volando. No estaba enojada. La imagen bochornosa, y el paquete transparente que encontré sobre la mesada de la cocina, me obligaron a solidarizarme. El plástico protegía a un pantalón negro y a un chaleco del mismo color. Le preparé un café cargado y lo dejé sobre la mesa junto con un paquete de galletitas de agua. Se despertó dos horas después. Sentada en la silla de la computadora, pude verlo bambolearse hasta la cocina. Abandoné el Photoshop y me senté para hacerle compañía. Lo felicité por las buenas noticias, y me respondió de la peor manera: 
 -¿Vos no tendrías que ocuparte de tus problemas?
Y zarandeó el pulgar, burlonamente, apuntando hacia abajo: a el hall y la calle. Me quedé sentada esperando algún tipo de disculpa. Otra vez era él, La Bestia, sin tacto y egoísta. Mastiqué todas las palabras hirientes que se me ocurrieron, y me las tragué, porque no era su culpa. Él no sabía lo que había pasado el sábado. No se lo conté. Tampoco lo imaginó. Estaba demasiado ocupado pavoneándose con Mariela (o Marianela). De todas formas, si se lo contaba, nunca iba a llegar a entender lo frustrada que me sentía por haber retrocedido, y lo asustada que me tenía el nuevo ejercicio de Clara. Me levanté antes de arrepentirme, y lo dejé solo, lidiando con su resaca. 
Después de mandarle a Marisa un compilado de archivos y algunas ideas funcionales para el nuevo proyecto que se está poniendo en marcha, me conecté para distenderme con la buena energía de Nicolás. Otra vez insistió con el plan de la cámara web, pero lo evadí: el tarado de Martín, supuestamente, podía llegar en cualquier momento.