martes, 7 de agosto de 2012



¡No lo puedo creer! Todavía estoy anonadada. Quiero revolcarme en un monte de pasto verde atestado de flores silvestres y escupir por la boca millones de panaderos con los colores de un arco iris primaveral. Por momentos me obligo a pestañear para comprobar que no estoy en medio de una pesadilla romántica-juvenil, pero no... Cada ínfimo detalle que atraviesa mi memoria me indica que todo lo que sucedió fue real, tan real como sus hoyuelos, y su voz rasposa y seductora. 
Opté por salir a la tarde. Para ser sincera, tenía miedo de que el mozo de la semana pasada me reconociera como la histérica harapienta que no soportó la espera de un mísero cortado. Por las dudas, dejé a un lado el uniforme roñoso de siempre, y me tomé casi media hora, para decorarme con un poco más de esmero. Combiné mi piloto rojo con las botas de lluvias verdes y negras; me planché el pelo y lo recogí en una cola de caballo alta. Por primera vez en mucho tiempo, cedí ante los accesorios; me anudé al cuello un pañuelo floreado con colores vivos, y oculté el enfermizo color amarillo hepatitis de mis pómulos, con una crema base tostada. A último momento tomé la precaución de llevarme el paraguas plegable de Kitty, en vez del marrón y beige del viernes. Afortunadamente mi aspecto teen me dio la seguridad necesaria para enfrentarme a él. Estoy segura de que si nos hubiéramos cruzado ayer, me hubiese escondido detrás de los escalopes de merluza con puré de zapallo, que promocionaba la opción dos del menú ejecutivo.
Cuando Juan me abordó, estaba sentada en la mesita de afuera de siempre, y mi cortado en jarrito estaba en marcha. Se paró delante de mí esperando algún tipo de exclamación. Dudé. No lo reconocí hasta que escuché su voz: estaba más viejo y más galán que nunca. Fornido, curtido por el sol, con un corte de pelo que le dejaba visible unos pequeños rollitos en la parte baja de la nuca.
En un instante, un conjunto de imágenes se organizaron civilizadamente y me arrastraron en un largo flash-back, a las maravillosas vacaciones de la segunda quincena de marzo de 1997: Pablo, mi hermano, que por ese entonces contaba con 17 años, se había rebelado a la tradición familiar. Prefería asfixiarse en la ciudad con sus amigos, antes de tener que soportar el dominó y la generala nocturna, el tejo playero, las paletas de los jubilados, y los aburridos y poco sorpresivos recovecos del Bosque Energético de Miramar. Mis papás, desesperados, intentaron sobornarlo con los métodos básicos: le ofrecieron una escuadrilla de avioncitos de Telgopor, diez pesos diarios en fichas de vídeo juego, y hasta le dieron permiso para someterse a los revolcones de la banana más indomable del Oceáno Atlántico. Finalmente, con el último recurso acertaron. Le ofrecieron invitar a su mejor amigo de la infancia. Y vino Juan. Lo recibimos los cinco, alineados uno al lado del otro, en la plataforma número tres de la terminal de ómnibus. Estaba deslumbrante. Ese día, cuando lo vi transportar el bolso sobre su hombro, pude descubrir unos brazos fornidos en plena metamorfosis, y también, me descubrí a mí misma explicándome durante dos semanas seguidas, si era totalmente cierto lo que todos decían: que las punzadas en el estómago eran los primeros síntomas del amor.
Nos reconocimos en silencio y a la distancia; el estaba parado y yo seguía sentada. Era consciente que lo miraba boquiabierta, pero no me importó. Juan se sentó frente a mí sin solicitarme permiso, y yo lo acepté sin objeciones; él se reía con unas risotadas desmedidas que no tardaron en contagiarme de inmediato. Reclinó hacia adelante la silla de tela azul, y en un tono confidencial me susurró:
 - Menos mal que te encontré. Hace tiempo que busco un paraguas
   como el tuyo.
Gracias a Juan olvidé, momentáneamente, el verdadero motivo por el cual estaba sentada en aquel bar. Había hecho a un lado la libreta y no volví a mirar el cronómetro. La emoción del encuentro era mutua. Queríamos abarcar muchos temas a la vez, pero al final, terminamos contándonos nada. Sí me afirmó lo que Pablo me había comentado hacía dos meses atrás: que se había separado de su mujer y que había instalado su estudio en pleno microcentro. Le sonó el teléfono, y de un golpe seco, pisamos tierra. Se incorporó agitado y me explicó que en realidad estaba por la zona, porque tenía que encontrarse en la calle Pavón, con un cliente exigente que necesita acelerar los trámites de una sucesión. Me pidió el celular y nos despedimos. Podría haberme vuelto cuando lo vi perderse por la calle Urquiza, pero me sentía bien. Omnipotente y feliz. Tanto, que me quedé sentada disfrutando de los últimos cinco minutos de luz natural, antes de que la oscuridad se fundiera con las primeras luces artificiales de la ciudad.