miércoles, 29 de agosto de 2012


Antes de tocar la puerta, tuve una regresión: volví a la primaria; más precisamente al primer grado. Ahí estaba, diminuta y olvidada, sentada junto con otros compañeritos en unos asientos de madera milimétricos que se extendían en lo ancho del rectángulo. El aula era depresiva. No había ventanas, y Marta, la maestra de música y peluquería (casi siempre destinaba media hora de su clase a las cabezas de las nenas más lindas para hacerles unas trenzas cocidas divinas), estaba sentada en penumbras frente a nosotros intentando coordinar las voces disparejas que entonaban “Sal de ahí chivita, chivita”. A veces le daba algún que otro manotazo al bombo, pero ahora, con el paso del tiempo sospecho que era un acto puramente decorativo y que en realidad, no tenía idea de cómo dibujar una clave de sol en las hojas pentagramadas. Tanto a la profesora como a mis compañeritos les fascinaba la misma idea: molestar a la pobre chivita. Repetían las estrofas con furia y determinación, esperando que el palo, el fuego, o el agua obedecieran a la persecución. Cada vez que proponían esa canción, mi inocente cerebro montaba una huelga silenciosa que me llevaba a la misma pregunta una y otra vez:  ¿por qué no dejan a la chiva en paz?
Durante la noche Gisella se encargó de esparcir la triste noticia de que su mamá había hecho abandono de hogar. Me dio bronca no haber sido lo suficientemente rápida. Podría haber inventado algo que pudiera ayudar  a Olga a ganar algo de tiempo, pero en realidad no sabía qué era lo que su hija o Victorio, su marido, sabían acerca de Florindo. Como no colaboré, Gisella, se dio por vencida, y recurrió a la última alternativa: se puso en contacto con mi mamá. Y ella sí que no tuvo pelos en la lengua. La desenrolló en busca de venganza, apenas se enteró de que Olga no había faltado a su trabajo por una simple angina, y vendió a Florindo como carnada fresca.
Hoy a la mañana me tocó a mí. Desayuné un combo de atrocidades que mi mamá se encargó de traspasarme por el celular. Conmigo tampoco se guardó nada. Empezó su discurso hablándome de desgracias y de descuidos. Terminó envolviéndome en una red de responsabilidades que me apuntaban con una flecha de neón como la única culpable. Su razonamiento era tan básico que daba gracia. Todo recaía en mí porque Florindo era mi portero. Hasta que al final me colmó la paciencia. Apagué el teléfono e inexplicablemente mi cuerpo dio las primeras señales de libertad. Necesité despejarme. Era el momento ideal para repetir el mismo recorrido de ayer. Iba a invitarlo a Maxi, pero estaba desmayado en su cama vestido con el pantalón negro y el chaleco de trabajo. Además desde que se fue con el maniquí a cuestas, no habíamos tenido oportunidad de firmar el tratado de paz. 
Hice el recorrido con algunas variaciones. Avancé por Urquiza, doblé por Humberto 1º y completé tres cuadras más. Pero mis piernas me hicieron retroceder por donde vine. Atravesé Carlos Calvo y Estados Unidos, y llegué hasta la Avenida Independecia. Volví por la Rioja. Me senté en los escalones de la misma despensa que, a diferencia de ayer, me pareció mucho más moderna. La gente caminaba en ambos sentidos concentrada en las baldosas, y yo exploraba sus caras en la búsqueda de una respuesta que develara la incógnita que más me preocupaba: ¿dónde estaba Olga?
Volví al edificio. Subí los nueve pisos por la escalera y me oxigené antes de seguir los restantes. Anclé en el décimo tercer piso con los pulmones en la mano. Me llamó la atención el deterioro. El olor a humedad era invasivo y las paredes, oscurecidas, transpiraban por culpa de la caldera general. Apoyé los nudillos en la puerta de Florindo. Y tambaleé. La risa de Olga complementada con la de Florindo llegó a mis oídos con claridad. Estaban viendo la televisión. Electrificada, sacudí la cabeza. Otra vez no. Yo no iba a sacar a la chiva de ese lugar. Volví con sancadas ligeras y llegué a mi piso liberada. No me contuve a entrar a casa. La llamé desde el pasillo. Me atendió el contestador y le dejé un mensaje cómplice, en el que le pedía que se comunicara conmigo en cuanto pudiera. 
Se me borró la sonrisa con la actitud infantil de Maxi. Sofía no tenía la culpa. Maxi se estaba riendo de algún chiste que dejó de ser gracioso apenas me vio parada en la puerta de la cocina. Golpeó la taza en la mesa, anunciando el fin de la diversión, y Sofía se colgó la mochila colorada en la espalda. En ningún momento me miró. Me dio un beso en el cachete y se fue, otra vez.