Tardé una hora y media en dar con ella.
Fue desgastante. Removí la línea telefónica durante una hora y lo conseguí; me
pude contactar con Florencia. Contentísima aceptó venir mañana, después de
salir de clases.
Me encontraba frente a la puerta de Los
Vargas cuando me di cuenta que estaba a punto de cometer una locura. Menos mal
que lo hice a tiempo. Hablar con Sofía directamente no era una buena opción.
Más cuando llegaron a mis oídos una seguidilla de gritos sepulcrales superpuestos
con un rejunte de oraciones mecanizadas, recitadas por algún pastor cristiano
de alguna FM barrial. Su voz llegaba entrecortada y latosa. Evidentemente había
algún tipo de interferencia, motivo por el cual la abuela de Sofía despotricaba
y maldecía, en iguales proporciones, a Satán y a la tecnología. Con el puño cerrado
y en altura, retrocedí. Lo único que iba a conseguir era disturbar con una
nueva riña la tranquilidad del noveno
piso. Y antes de reavivar las llamas de odio de los Vargas, prefería
las llamas del infierno.
De pronto, el depósito se iluminó ante
mis ojos. No dibujé la idea hasta que abrí la puerta del compartimiento y
repasé el interior. Una ola aromática a brócoli fermentado me tapó las fosas
nasales. El olor se desprendía de las mismas paredes, porque el compartimiento
estaba totalmente vacío. Las deducciones se imantaron involuntariamente: si el
depósito estaba vacío significaba que los Locos Vargas todavía no habían sacado
la basura, y si los Locos Vargas no se habían desprendido de sus desperdicios diarios,
envueltos en las bolsas de supermercado del chino Huang de enfrente, también
significaba que no habían mandado a Sofía a hacer su pequeña tarea hogareña. Me
sonreí. Volví a mi departamento, estrujé el cerebro al máximo y finalmente
logré escribir en un pequeño papel un mensaje en clave que pudiera ser claro y sintético.
Corté con los dientes dos trozos de cinta de pintor y me pegué las tiras en el
brazo. Espié por la mirilla y me aseguré de que nadie estuviera rondando por el
pasillo. Impaciente, volví al compartimiento con pasos suaves y pegué el
pequeño cartel. Un minuto después llamé al ascensor, caminé hasta la parada y
subí al 101. Dormí profundamente hasta que el chofer me zamarreó. Había llegado
a la estación.
Volví apurada. Estaba impaciente por
encontrarme con la respuesta de Sofía; también estaba intranquila. Tenía miedo de
que Florindo se adelantara y despegara el papel adherido a la pared pestilente.
Llegué a nuestro piso a los tropezones y volví al compartimiento. Pero no
encontré ninguna respuesta. Tampoco encontré el papel; lo que sí encontré fueron los
dos trozos de cinta que había usado. Supuse que el culpable podía haber sido
cualquiera: El "Sin Cara", Florindo, o algún miembro del clan Vargas.
Hasta que Capitán no me derribó, pensé
que mi estrategia de utilizar el compartimiento como conector había sido una completa
chiquilinada; que la película de acción que había montado había mutado inexplicablemente
a un sketch de comedia de bajo presupuesto. Me dejé abrazar por las garras de
Capitán y me sorprendí al comprobar que de su hocico se asomaba un papel
babeado encerrado en sus colmillos. Era la contestación de Sofía. Sólo había
trazado un "OK" compacto pero prolijo; además había agregado en el
reverso el número de Florencia.
La primera vez que marqué el número no
contestó nadie. Corté antes de que atendiera el contestador y volví a intentarlo
algunos minutos después. El teléfono daba ocupado. A la tercera vez, del otro
lado, contestó un chico que no parecía tener más de doce años, que aseguraba
no conocer a ninguna Florencia. Corté pensando que el número era incorrecto y
que el chico tenía razón. Pero los digitos estaban escritos con cuidado y eran
inconfundibles. Lo intenté nuevamente. El teléfono repiqueteó y volvió a responder el mismo chico con la misma postura: en su casa no vivía ninguna
Florencia. Estaba a punto de cortar cuando se me ocurrió pedirle que me pasara
con alguna persona mayor. Tenía que confirmar lo que suponía. Unos minutos después,
un hombre alegre se puso al teléfono y me comentó que tenía entendido que la familia
de Florencia se había mudado hacía algunos meses al barrio de Barracas. Como él
era el nuevo propietario del inmueble, todavía conservaba un número que le habían
dejado luego de cerrar la operación. Esperé quince minutos en silencio, con la
lapicera preparada para apuntar.
El proceso se aceleró. Al segundo
timbrazo una mujer se puso al teléfono. Era la madre de Florencia. Hice lo primero que
se me ocurrió: agudicé la voz hasta el máximo y me hice pasar por una ex amiguita,
algo tonta y desorientada, de la primaria. Fue una interpretación maravillosa.
La madre de Florencia me explicó con malhumor que su hija no vivía con ella; vivía
con el papá. La disposición de la mujer fue cediendo de a poco; logré
conmoverla con un recuerdo inventado. Con un entusiasmo forzado evoqué los tiempos
en que su hija y yo jugábamos en el arenero del patio del jardín. La cursilada
funcionó; ella terminó recordando conmigo la existencia del supuesto arenero piojoso.
Discutimos. Yo decía que estaba pintado de amarillo y ella decía que me
confundía: el arenero era un rectángulo
de roble pintado de azul. Al final se entregó a mí con total confianza, como si
le hablara a una hija más y pude conseguir el número de celular sin
dificultades.
Florencia contestó enseguida. Tenía
la voz tan dulce que me heló. Se parecía muchísimo a la de Sofía. Le conté
quién era, el por qué de la llamada, y expuse en breves líneas la situación de mi
pequeña amiga. Me escuchó atentamente y al terminar no acotó. El silencio se prolongó,
como si el cúmulo de información la hubiese desbordado. Su respiración fue
incrementando de a poco hasta volverse exageradamente turbulenta. La había
puesto nerviosa. Era lógico; estaba hablando con una desconocida que sabía
demasiados detalles de su vida íntima. Intenté sonar lo más maternal que pude y
Florencia se tranquilizó, especialmente cuando me sinceré y le expliqué porqué
me tomaba semejante molestia: por ahora no tenía otra forma de ayudar a Sofía. Reunirlas, aunque fuera una vez al mes, era la única solución que encontraba para
hacer de su vida, una vida más alegre. Se desarmó. Soltó unos
sollozos inacabables. No supe distinguir si lo hacía por el llamado en sí, por los
nervios, la emoción o porque iba a volver a encontrarse con Sofía. Hablamos
unos minutos más y le pasé la dirección, mi nombre completo, y el número de
Maxi por si algo llegaba ocurrir. Me agradeció y prometió pasar mañana a la
tarde sin falta.
Estaba tan contenta con las noticias que
apenas corté necesité trasmitírselo a alguien. Como Maxi no estaba y Laura
había desconectado el teléfono, recurrí al único que encontré disponible: mi
compañero de fobia. Nicolás me estaba esperando en línea como las dos últimas
noches, aguardando la novedades de mi segundo viaje en el 101.